1.3. Napoleón y los mercenarios

Entre magníficos uniformes y amargas realidades.

Quien se mire libros y, naturalmente, páginas web sobre las guerras napoleónicas, se encontrará principalmente con magníficos uniformes. Era la gran época de los sastres militares. Pantalones y chaquetas de colores llamativos contrastaban con los cordones, galones, torzales, bocamangas y solapas coloreados, todo ello acompañado con brillantes hebillas, botones y corazas, y finalmente coronados por chacós, cascos, gorras y sombreros de múltiples formas. Los soldados de los diferentes regimientos, o están representados mediante en un enorme desfile de modelos, o se les vé mandando con gallardía cargas de caballería o ataques acometidos a bayoneta. A veces se observan muertos y heridos a los lados de los cuadros, pero todo está dominado por soldados heroicos que luchan dentro de sus impresionantes uniformes.
La imagen que nos queda de estas guerras fué creada en su gran mayoría a posteriori –no hablamos de Goya – por pintores de regimientos que hacían sus obras mientras soldados posaban ante ellos con uniformes impecables. La guerra está presentada como un juego de soldaditos de plomo, que sólo pueden disfrutar hombres que no llegarán a adultos. Así lo relataba el historiador militar John Keegan, escandalizando a parte de su auditorio, cuando contaba que frecuentemente los médicos sacaban de las heridas dientes y trozos de huesos de otros soldados.
Esta tendencia ha seguido glorificada gracias a la enorme cantidad de literatura patriótica, producida tras las guerras napoleónicas. Los franceses habían perdido, por cierto, pero tenían a los grandes héroes; los ingleses habían ganado, de nuevo, contra el resto de todo el mundo. Por primera vez, muchos de los demás pueblos habían descubierto el patriotismo durante la lucha contra Napoleón; incluso, al final, hasta los americanos habían tomado parte. Además, es necesario subrayar que la mayoría de las autobiografías fueron escritas por oficiales, que tenían grandes privilegios en comparación con los soldados rasos. A menudo, para estos oficiales, la guerra parecía por una francachela con vino, mujeres y aventuras. Y si tenían realmente la mala suerte de ser heridos, tenían muchas mejores opciones de conseguir tratamiento o una pensión en caso de invalidez.
Claro que, también son conocidos otras hechos de las guerras napoleónicas. Es necesario cavar un poco más profundo en la literatura y pasar por toda la basura fetichista de uniformes y patriotas ingenuos. Se estima, por ejemplo, que entre 1792 y 1815, en Europa, 4,5 millones de hombres servían en algún ejército. De estos cayeron luchando unos 150.000; 2,5 millones murieron a causa de hambre, enfermedades o de interminables fatigas. Es por ello que hay que tener presente que la gran mayoría de los soldados jamás dispararon a enemigo alguno antes de «estirar la pata» junto a alguna carretera anónima o en un sucio acantonamiento.
Paralelamente, hay que anotar la eficiencia devastadora de la artillería. Napoleón era un gran maestro en unir baterías gigantescas y bombardear con éstas el enemigo durante horas. Hasta que llegaba la «gloriosa» carga, muchos ya estaban muertos, desmembrados, o se revolcaban mutilados en su propia sangre. Solamente algunos soldados tomaban parte en las escenas que nos enseñan estos cuadros populares, y aún muchísimos menos mataron a alguien en combate. El destino de los soldados era marchar y aguantar hambre, frío y enfermedades, y, si de verdad, entraban alguna vez en batalla, sólo podían dejarse derribar a cañonazos en formación fija.
El obstáculo más grave para desplegar una mirada a las guerras napoleónicas era, y sigue siendo, el patriotismo. Mientras la Revolución Francesa se inventó la patria en una dimensión totalmente nueva. Para su defensa todos los patriotas debían luchar voluntariamente y sobre todo, gratuitamente. Napoleón no solamente utilizó este culto al sacrificio, sino que también lo intensificó hasta lo insoportable, encumbrándose su figura como símbolo mismo de la patria. Con la enorme dinámica de la nueva ideología se podía exigir de sus súbditos una disposición al sacrificio con la que ni un Luis XIV habría soñado. Se cuenta una cita de Napoleón tras su estancia en Santa Elena: «Un soldado como yo necesita 100.000 hombres al año». Con esta cifra, que equivale más o menos a las bajas reales, se refiere a hombres a enrolar, consumidos como materia prima, sacrificados a objetivos personales. Nunca ningún sanguinario ídolo azteca había exigido una masa de sangre tan enorme; solamente Hitler y algunos déspotas del siglo XX se aventurarán a fanfarronadas semejantes, añadiendo, eso sí, un cero más.
Con la invención del «patriota», los mercenarios, en el fondo, perdían su derecho a existir. Del lado francés, se puso de moda difamar a todos sus enemigos como «mercenarios ingleses», porque la mayoría recibía subsidios británicos para mantener la guerra. Era una idea antigua, con la que ya Polibio hizo su propaganda contra Cartago: hombres libres que luchaban voluntariamente contra los criados alquilados por los capitalistas. Ahora, además, la Revolución Francesa añadía la percepción de que comenzaba una época nueva de libertad, en la que el voluntario era la manifestación adecuada, mientras los mercenarios representaban los pasados tiempos siniestros del absolutismo. Pero si se mira la situación un poco más de cerca, los ejércitos napoleónicos recuerdan –y mucho- tiempos lejanos.
En primer lugar, se encuentran las tropas francesas mismas. Napoleón tenía sin duda muchos talentos, pero también era un condottiere nato, un emperador de soldados, que no estimaba a los conscriptos, sino a los veteranos escaldados. Y a éstos trataba de la misma manera que tiempo atrás hicieron los jefes de mercenarios. Cuando tomó el mando del desolado ejército de Italia, lo primero que hizo fue levantar el ánimo de unos soldados desharrapados prometiéndoles los «tesoros de Italia», las «llanuras más fértiles del mundo», pan, ropa y dinero. Cuando entraron en Milán, los franceses fueron aclamados como liberadores de la opresión de los habsburgo, pero ocho días después la población saqueada se levantó contra sus nuevos explotadores y solamente pudo ser aplacada mediante ejecuciones sumarias. Durante el siglo XVIII el saqueo –la gran pasión de los mercenarios– fue bastante reducido, a fin de que los ciudadanos pudieran trabajar y pagar impuestos. Los ejércitos fueron aprovisionados regularmente desde almacenes fijos, para proteger a la población de las grandes devastaciones que habían arruinado los estados durante el siglo XVII. Bajo el mando de Napoleón, se recurrió a métodos antiguos. La guerra debía nutrir otra vez la guerra.
Pronto los veteranos tuvieron menos en común con los voluntarios de la Revolución que con las huestes salvajes de la Guerra de los Treinta Años. Solamente algunos oficiales lo observaban con disgusto. Así cuenta uno, que durante la campaña en Italia los generales todavía estaban ocupados «con llenar sus carros de munición con las riquezas de las iglesias, monasterios y castillos» y estimulaban a sus soldados seguir su ejemplo. Otro relata los pillajes crueles en España: «para nosotros era horroroso contemplar como este hermoso país era entregado entero a un saqueo desenfrenado y a la rabia de soldados borrachos, que se lavan sus manos en aguardiente y champán y cuando duermen se cubren de sagradas vestiduras». Un general escribió en 1796 a Napoleón, que sus tropas eran peor que los vándalos y que tenía vergüenza de mandar sobre tal chusma de salteadores. Desde Alemania, escribió el general Moreau: «Hago lo que puedo para manejar los saqueos, pero la tropa no recibe sus pagos desde hace dos meses y los transportes de víveres no pueden seguir nuestras marchas». Y el general Jourdan: «Los soldados maltratan el país hasta el extremo: me avergüenzo de mandar un ejército que se comporta de una manera tan indigna. Si los oficiales tratan de hacer algo, se les amenaza, e incluso se les dispara.»
Las tropas de Napoleón eran más rápidas que sus enemigos, entre otras razones porque renunciaban al sistema tradicional de almacenes en favor de las requisas. Los países vencidos fueron explotados sistemáticamente por la administración. Napoleón exigió sumas enormes de contribuciones, víveres, ropa, caballos y, naturalmente, soldados. El hecho de que los franceses vencieran con relativamente pocas bajas hizo aumentar mucho la motivación de sus soldados. Pero atizó los odios de los pueblos oprimidos por él, que se rebelaron -no como última razón- por ello. Los ejércitos napoleónicos tuvieron que pagar la cuenta en España y en Rusia con una guerrilla de una crueldad entonces casi olvidada. Un soldado raso, que había sobrevivido en Rusia a cosas horrorosas, escribió que se debía entender las crueldades de los rusos, «si se toma en cuenta el tratamiento a los prisioneros rusos. Porque cuando nosotros fuimos los vencedores, columnas enteras pasaban ante nosotros, y cuando uno se retrasó a causa de la debilidad se le disparó en la nuca, estallándole los sesos a su lado. Asi ví, a cada 50 o 100 pasos, cadáveres con la cabeza todavía humeante. [..] Y los pocos supervivientes murieron de hambre».
Todavía peor que la guerrilla eran las retiradas, cuando en las regiones explotadas ya no quedaba nada para requisar. El desastre en Rúsia fue causado en su mayor parte por el hecho que la Grande Armée tuvo que tomar de vuelta el mismo camino que ya había devastado mientras se dirigía hacia Moscú. Pero también en España murieron muchos soldados por hambre durante la retirada de Portugal. Sin embargo, para lo que aquí nos ocupa, queda como hecho más importante el que Napoleón animara una mentalidad de mercenarios entre sus tropas. Los soldados ya no servían a la constitución o a la república, sino a su caudillo adorado. En cambio, podían saquear como en los buenos tiempos pasados gracias al sentimiento de pertenecer a una elite de hombres casi sobrenaturales.
Pero bajo el mando de Napoleón no solamente las tropas francesas se acercaron a los mercenarios, también el viejo tráfico de soldados –tan difamado por la Revolución– llegó a nuevas cotas. Los aliados estaban obligados a proveer soldados. Sobre todos los príncipes alemanes, pero también Holanda, Italia y Polonia enviaron a sus hijos a España o a Rúsia a morir. Aunque no lo hicieron bajo subsidio británico, sino por enormes territorios y coronas de duques o reyes. Entre los 600.000 hombres que fueron con la Grande Armée hacia Moscú 130.000 eran alemanes, 60.000 polacos, 40.000 holandeses, 20.000 italianos, 10.000 suizos, 10.000 croatas y unos miles de españoles y portugueses. Solamente unos pocos restos lamentables escaparon de la catástrofe. De los 15.000 würtemberguenses volvieron por ejemplo solamente ¡300! Por el contrario, de los 20.000 hessenianos que habían sido alquilados por su duque a Inglaterra para luchar contra los rebeldes Estados Unidos, habían vuelto más de la mitad y unos 3.000 se habían quedado como colonos... ¡y había sido un escándalo!
Y no eran solamente estos soldados, reclutados a la fuerza y vendidos, nuevos triunfos de los métodos del absolutismo, también los regimientos tradicionales de mercenarios prosperaron rápidamente. Formados por oficiales emprendedores, estas unidades se llenaron de aventureros extranjeros, desertores y prisioneros de guerra. Con cada campaña acudían unidades nuevas. Durante la de Egipto se reclutaron malteses, griegos, coptos y los famosos mamelucos. A veces solamente daba para formar un batallón, en otras para un regimiento. Unidades híbridas de infantería y caballería recibían el pomposo nombre de «legión». Venía de la moda neoclásica, deseosa de crear puentes con la República Romana. Lo importante era que «legionario» no sonaba tanto a «mercenario». La Legión Extranjera francesa formado en 1830 será un nieto de estas unidades napoleónicas. Había legiones de catalanes, croatas, jenízaros, tártaros lituanos, ligures, sirios, albaneses, y, naturalmente, polacos, suizos y alemanes. Se crearon batallones especiales para desertores prusianos y austríacos.
En cada lugar, donde se hallaba material humano, se trataba de explotarlo. Cuando Napoleón vió en Egipto a los numerosos esclavos negros de buena figura, escribió a Francia: «General-ciudadano, quiero comprar 2.000 o 3.000 negros mayores de 16 años y poner cien de ellos en cada batallón». A pesar que de esta idea no llegó a ningún resultado, tras el regreso a Francia se crearon compañías formadas de los africanos adquiridos. Completadas con esclavos, que habían sido deportados desde las posesiones francesas en el Caribe a causa de las rebeliones, se formó un batallon de zapadores.
Como en los regimientos de extranjeros de la monarquía, también en las legiones de extranjeros napoleónicas existió una diferencia fundamental entre soldados rasos y oficiales. Un oficial recibía un sueldo aceptable, tenía la esperanza de una pensión y como prisionero de guerra era tratado honradamente: aún podía dejar el servicio y era sobre todo un señor. Aunque estaba prohibido golpear a los soldados rasos, la situación de éstos no cambiaba mucho de la esclavitud. Cuando se habla de las legiones de extranjeros se debe distinguir, por tanto, entre oficiales o soldados rasos.
Esta diferencia ya se mostraba durante la formación. Inmediatamente después de la orden para formar unidades se presentaba una muchedumbre de emigrantes, ex-oficiales de los países ocupados, buscafortunas de dudosos orígenes y también franceses que querían hacer carrera en estas unidades. Por el otro extremo, los soldados rasos eran escasos. Por cierto, que algunos todavía se dejaban enganchar en las calles y en las tabernas mediante un simple anticipo y mucha bebida. La gran mayoría, sin embargo, era reclutada en los campos de prisioneros de guerra. Si los reclutadores no tenían el exito deseado, los candidatos eran maltratados o simplemente se les reducía la comida hasta que capitulaban. Está claro que con estos métodos se perdió muy rápido la composición nacional que anunciaba el nombre de la legión.
Un ejemplo típico es la «Legión Irlandesa». El plan era formar una legión irlandesa para una invasión de Irlanda ya planificada durante la República, pero que nunca fue realizada, a pesar de que todavía quedaban algunos restos de las antiguos regimentos irlandeses de la monarquía en Francia. Cuando en 1803 Napoleón dió la orden de formar una legión con inmigrantes irlandeses y con franceses de raíces irlandesas, se alistaron demasiados oficiales, pero casi ningún soldado. Así, la «Legión» consistiría durante los siguientes años en 66 oficiales y solamente 22 (!) soldados y suboficiales, con lo que la actividad se redujo a las intriguas por las graduaciones y privilegios. Esto cambió solamente en 1806, cuando la legión –que todavía contaba con unos 80 hombres- fue trasladada a Maguncia para más reclutamiento. Allí recibió como refuerzo 1.500 prisioneros de guerra de entre los prusianos recién vencidos. La mayor parte de estos «prusianos» eran polacos –antes reclutados a la fuerza por Prúsia - y también había algunos irlandeses. Estos habían sido detenidos por los ingleses en 1796 durante una rebelión en Irlanda, y que habían sido vendidos sin demora a Prúsia como soldados.
Más tarde, una parte de la Legión fue utilizada en algunas guarniciones en España; otra para defender las costas de Holanda. Cuando los ingleses trataron de invadir Holanda hicieron prisionero a un batallón entero, que fue directamente incorporado al servicio británico. No hay ni que decir que a los soldados nada se les preguntaba. Tras estas pérdidas, se permitió a la Legión reclutar un nuevo batallón en un campo de prisioneros en Alemania. Allá convencieron a unos cientos a alistarse mediante violencia, amenazas y mucho alcohol. Durante la guerra en Portugal los irlandeses finalmente pudieron luchar contra los ingleses, tan odiados por ellos. Por entonces, los irlandeses eran tal minoría que la legion fue renombrado como «3er Regimiento de Extranjeros». En 1813 todavía servían en este regimiento 65 irlandeses, 141 alemanes, 141 húngaros, 57 franceses, 52 austriacos, 42 prusianos, 35 checos, 29 silesianos, 15 rusos, y hasta algunos suecos, españoles, portugueses y americanos.
Napoleón despreció a estos regimientos y legiones. Se les consideraba poco fiables y habitualmente fueron utilizados para las peores tareas, como en Nápoles y Haití, donde hacía un clima mortal, o como en España, donde se luchaba frente a una guerrilla embrutecida. Tampoco los muy fieles polacos eran ninguna excepción. Con la esperanza de una patria libre habían luchado valientemente bajo Napoleón contra austríacos, prusianos y rusos. Pero cuando Napoleón hizo de nuevo la paz en 1805, la «legión polaca» fue relegada a Haití -bajo grandes protestas- para luchar contra los esclavos rebeldes. La mayoría de ellos murió allí, entre fiebres poco heróicas.
Los extranjeros fueron para Napoleón nada más que carne de cañón barata, con cuyos costes podía economizar a sus tropas francesas. Metternich, el canciller de Austria, relató que Napoleón le dijo una vez: «Los franceses no pueden quejarse de mi: para protegerlos, sacrificó a los alemanes y polacos. Durante la campaña hacia Moscú perdió 300.000 hombres, entre los que no había más que 30.000 franceses».

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